jueves, 14 de mayo de 2015

Cuando una frase se hace célebre

"¡Hay que destruir a Cartago!"

Uno de los romanos que se hicieron famosos por la austeridad de principios y la intransigencia con el vicio y la corrupción de las costumbres fue Catón el Censor (234- 149 a. de C.), quien ocupó cargos de importancia en Sicilia y en Cerdeña y se destacó como orador en los debates del senado. Su irritación con los cartagineses, que se oponían a sus planes políticos, creó en Catón una idea obsesiva a tal extremo, que terminaba todos los discursos con una exclamación rotunda: "¡Hay que destruir a Cartago!". Como es natural, repitiendo el estribillo con tanta frecuencia y en cualquier circunstancia, a la larga perdió su fuerza y sólo quedó como una frase pintoresca. 



Catón el viejo (o el Censor).


"¡Cómo pretendí igualar a tantos pueblos diferentes!"

Un apasionado entretenimiento de Carlos V durante su retiro en el monasterio de Yuste -donde murió en 1558- era su afición a la relojería y sus esfuerzos para que todos los relojes de su colección marchasen a un mismo tiempo. Pero como no obstante sus afanes los relojes marcaban horas distintas, aquel hombre, que soñó con con establecer nada menos que una "Monarquía Universal", exclamó desanimado: "Si no es posible que alguno de los relojes marchen de acuerdo... ¡cómo pretendí igualar a tantos pueblos diferentes!". Se cuenta que, inesperadamente, el problema fue solucionado por un servidor suyo llamado Juanelo, quien al tropezar con la mesa produjo la caída estrepitosa de las delicadas maquinarias. Entonces, Carlos V soltó la risa y dijo: "Eres más eficaz que yo, porque encontraste la manera de ponerlos a todos de acuerdo".


El emperador Carlos V con el bastón,
 por Rubens.


"¡Oh, Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!"

Apasionada por todas las manifestaciones artísticas y literarias, y ferviente animadora de las ideas republicanas, Madame Roland de la Platiere (1754-1793) tuvo una actuación destacada en París, antes y después de la caída del régimen monárquico, pero las intrigas y el odio de algunos revolucionarios la condenaron a morir en la guillotina. Junto al siniestro aparato habían colocado una enorme estatua de la Libertad, y se dice que a ella dirigió Madame Roland la triste frase del epígrafe, entregándose después a las manos del verdugo.


Madame Roland.


"¡Victoria! ¡El triunfo es nuestro!

Después de vencer en la batalla de Maratón (490 a. de C.), el general ateniense Milcíades encomendó a un joven guerrero llamado Feidíppides (Filípides) la misión de llevar a Atenas la noticia del triunfo del ejército griego sobre las fuerzas muy superiores de los medos y los persas. La distancia de 42 kilómetros fue recorrida velozmente y sin descanso por el mensajero, quien al llegar pudo decir apenas: "¡Victoria! ¡El triunfo es nuestro!", antes de expirar a causa del esfuerzo realizado.


Filípides.

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